Estos gráficos representan el Parque Residencial del municipio de CADIZ.
Son los Bienes Inmuebles matriculados en el Catastro, clasificados por año de inscripción y por tamaño.
Cada barra horizontal representa una década, siendo la más reciente la inferior (10′), y la más antigua la superior (<1900).
Cada color es un tamaño, del más cálido (<60 m2) al más frío (>180 m2).
La barra inferior (DELVI) representa el cálculo hecho desde Otropunto para la obtención de la Demanda Latente de Vivienda (la demanda latente: la configuran personas que no tienen vivienda y que por su perfil sociológico (edad) y socioeconómico (no están en desempleo) son potenciales compradores). Es una estimación del número máximo de viviendas que constituyen la demanda encubierta de una zona y que se basa en las personas con el perfil de los actuales compradores pero que todavía no han constituido un hogar.
Son datos fríos, sin cocinar.
Información para la toma de decisiones.
Información para el conocimiento.
Cádiz es una ciudad y municipio de 12,10 km2, capital de la provincia homónima, en la comunidad autónoma de Andalucía.Es la ciudad más poblada de la Bahía de Cádiz y la 2ª de la provincia tras Jerez de la Frontera.
Situada al sur de la península ibérica, en el extremo suroccidental de la Europa continental , conforma junto con los municipios de Chiclana, El Puerto de Santa María, Jerez, Puerto Real, Rota y San Fernando la llamada Mancomunidad de Municipios Bahía de Cádiz.
Cádiz es una antigua isla comunicada al continente por un tómbolo, frente al estuario del río Guadalete, e inmersa en el Parque natural de la Bahía de Cádiz, a 124 km de la capital autonómica, Sevilla. El conjunto formado por Cádiz y San Fernando está separado de la península ibérica por el Caño de Sancti Petri. Históricamente, el territorio de Cádiz se ha constituido, inicialmente, como un pequeño archipiélago, (llamado Gadeiras), a una sola isla, situación en la que se debate si se encuentra en la actualidad. Esta particularidad hace que sea difícil definir su condición geográfica, aunque hoy día recibe un plan de tratamiento insular. Fue bautizada por Lord Byron como «Sirena del Océano» y se le conoce popularmente como la «Tacita de Plata».
La ciudad de Cádiz se sitúa en lo que se llama, geográficamente, un tómbolo, cuando se une una isla al continente por un istmo muy fino. En el caso particular de Cádiz, este tómbolo no se une directamente con el continente, sino con lo que se ha llamado históricamente la Isla de León, donde se encuentra la ciudad de San Fernando.
El 66,91 % del suelo, entre marismas (pertenecientes al parque natural de la Bahía de Cádiz) y playas, es no urbanizable. La totalidad del suelo urbanizable, 4,4 km², se encuentra ocupado.
Históricamente, el conjunto, ha sido desde un pequeño archipiélago a una isla. Se discute si actualmente tiene o no sentido definir el conjunto de Cádiz y San Fernando como una isla ya que, con el tiempo, el canal que separaba la isla del continente, el caño de Sancti Petri, se ha ido llenando de sedimentos.
Su economía está basada, principalmente, en el sector del comercio, debido a la presencia de los astilleros y las actividades de la zona portuaria y de la Zona Franca. El otro sector base de la economía gaditana es el turismo, debido a sus playas, a las fiestas locales y al importante patrimonio histórico que posee.
Hoy en día Cádiz es conocida sobre todo por su larga e influyente historia, (es la ciudad más antigua de Europa occidental y con restos arqueológicos datados en 3.100 años) no sólo en el ámbito nacional sino también por su importancia en procesos como las guerras púnicas, la romanización de Iberia, el descubrimiento y conquista de América o la instauración del régimen liberal en España con su primera constitución, así como su influencia posterior de ésta para las constituciones de las excolonias españolas independizadas. Toda la ciudad alberga numerosas plazas, jardines, iglesias y otros emplazamientos que así lo recuerdan.
A efectos censales y estadísticos, la ciudad se ha seccionado en diez divisiones. De estas divisiones estadísticas, del 1 al 7 corresponden a la zona de intramuros, mientras que las 8, 9 y 10 corresponden a la zona de extramuros.
Barrios intramuros:
1. Santa María, 2.Pópulo, 3. San Juan, 4.Callejones, 5.Viña, 6. Balón, 7. Falla, 8.Mentidero, 9. Hospital de Mujeres, 10. San Felipe, 11.San Antonio, 12. San RafaelMina, 13. Candelaria y 14. Alameda-San Carlos
Y los de extramuros:
15. Bahía Blanca, 16. Sta. María del Mar, 17. San Severiano, 18. Brunete, 19. Cuarteles, 20. Asdrúbal, 21. Barriada de la Paz, 22. Trille, 23. San José, 24. Segunda Aguada, 25. Residencia, 26. Brasil, 27. Cerro del Moro, 28. La Laguna, 29. Puntales, 30. Loreto y 31. Paseo Marítimo.
En la actualidad se esta formando un nuevo barrio en la zona de Astillero, llamándose de igual nombre que el sitio que esta ubicado
También tenemos dos zonas: la zona Fiscal y la Industrial.
Todas las playas de Cádiz son urbanas, exceptuando un trozo de, aproximadamente, 2 km de la playa de Cortadura. Las arenas de la playas son de tipo fino y de tono dorado, si bien muestran naturaleza silícea. Las playas de Cádiz son;
- Playa de La Caleta. La playa de menor extensión de toda la ciudad, y aislada del resto. Su principal atractivo radica en su ubicación, en el centro de Cádiz. Los gaditanos la consideran como uno de los lugares más emblemáticos de su ciudad, siendo tema recurrente en coplas de Carnaval. Está defendida por los Castillos de San Sebastián y Santa Catalina.
- Playa de Santa María del Mar (Playita de las Mujeres).
- Playa de la Victoria. Mejor playa urbana de Europa. Tiene una longitud aproximada de 3 km y lleva recibiendo la bandera azul de forma ininterrumpida desde 1987, además es la primera playa de España que cuenta también con la certificación de AENOR a la gran gestión medioambiental y la del sello Q de Calidad Turística.
- Playa de Cortadura. La playa más extensa de Cádiz, de 3,9 km.
- Playa de Puntales. Con una extensión de 50 m es la playa menos conocida de la ciudad.
- Playa de Torregorda. La playa limita con la del Camposoto, en San Fernando. Es la playa más alejada del casco urbano de la ciudad y está bastante deshumanizada, a pesar de que viven algunas familias en la barriada rural de Torregorda junto a las instalaciones militares, Centro de Ensayos de Torregorda. Las arenas son doradas y limpias.
Pocas ciudades como Cádiz donde se dé una simbiosis más perfecta entre geografía, topografía y trama urbana; en definitiva, entre espacio e historia. Aunque este hecho acompañe a la ciudad a lo largo de su prolongado devenir, será en el período moderno cuando se haga más evidente, con el crecimiento de la ciudad hasta casi tocar su caserío la limes de la roca con el mar sobre la que se asienta la urbe. Es entonces, precisamente, cuando quedará fijado el Cádiz clásico, el que todavía hoy en día se conoce como el Cádiz propiamente dicho, opuesto a todo lo que se halla extramuros de la ciudad, denominado popularmente, por extrapolación del término, como “Puerta Tierra”, nombre proveniente del que recibía el único acceso a la ciudad por vía terrestre.
Tal adaptación no hubiera sido posible sin el concurso de los hombres y de los acontecimientos que éstos protagonizaron. En efecto, además de la conveniencia misma por motivos geográficos (encrucijada de caminos entre la Europa mediterránea y la del Norte, entre Europa y África y, más adelante, entre Europa y América), existen decisiones políticas que incidirán en el desarrollo urbano de Cádiz, haciendo posible la referida simbiosis. La más decisiva de la época que nos ocupa y una de las más trascendentales de su larga trayectoria histórica es, sin lugar a dudas, la que, protagonizada por la Corona, da en fijar el centro de las relaciones comerciales de España con el Nuevo Mundo en la Baja Andalucía y, más en concreto, en las ciudades de Sevilla y de Cádiz sucesivamente. Porque si bien es verdad que esta última no actuó como cabecera del monopolio, de forma legal, hasta, por lo menos, el último tercio del siglo XVII (1678), sí lo hizo en cambio, indirectamente, durante un período dilatado de tiempo, gracias a su proximidad con respecto a Sevilla y a sus propias condiciones de accesibilidad en el conjunto de dicha área andaluza.
Otro hecho que determinará la historia de la ciudad y su fisonomía es la erección de ésa como presidio militar. Tal característica deriva de la anteriormente citada; es decir, en la medida que Cádiz se convierte en centro privilegiado de la Carrera de Indias, aumentan sus posibilidades de ser objeto de ataque por parte de los enemigos de la Monarquía Hispánica. De hecho, estuvo en el punto de mira de ingleses, holandeses y franceses, y sufrió a lo largo de la Edad Moderna varios intentos de asalto, unos frustrados, otros, como el de 1596, exitosos. En Cádiz, así pues, lograrán combinarse, de manera magistral, ambos usos, militar y comercial, sin apenas tensiones, tal vez porque, en este caso, uno y otro se complementaban.
Unas y otras condiciones ponen a prueba los conocimientos constructivos y arquitectónicos de los maestros de obras, ingenieros, alarifes y arquitectos que trabajan en la ciudad, cuya labor ha de adaptarse necesariamente a las determinantes topográfica y geográfica (predominio de los vientos, con frecuencia muy fuertes). Este aspecto, sin prescindir de los demás, remite fundamentalmente a la trama urbana, a la tipología de las edificaciones y a la presencia en Cádiz de instalaciones y edificios singulares (así los puertos, los almacenes o el aduana). Por último, el defensivo se halla íntimamente unido al amurallamiento en general, a las fortificaciones, castillos, baluartes, murallas y revellines que ciñen la ciudad.
A partir de estas premisas tiene lugar en el tiempo, en nuestro caso el período denominado moderno (siglos XVI-XVIII), un desarrollo urbano peculiar, cuyas líneas maestras, características, hitos y cronología trataremos de analizar aquí. Para todo ello, además de las publicaciones realizadas en las últimas décadas, será imprescindible echar mano de la cartografía, laminas, dibujos y grabados que poseemos. Estas fuentes específicas, a las que deberán unirse los datos concretos suministrados por los padrones, así como la observación directa de la ciudad, pueden ayudarnos a la reconstrucción, sustancialmente imaginaria, de este rico período del pasado gaditano, propósito que aquí nos ocupa.
En todo caso advertimos, ya de entrada, que siendo Cádiz una urbe privilegiada en tales fuentes, las posee desigualmente repartidas en el tiempo. Así, mientras los siglos XVI y XVII son por lo general parcos en ellas, el XVIII cuenta con muestras abundantes, aunque de calidad desigual. En este último período, los ingleses y, sobre todo, franceses se preocuparon, por objetivos estratégicos obvios, y dada la importancia económica de la ciudad, de convocar a sus cartógrafos respectivos, en general militares, para que trasladasen al papel la realidad de Cádiz y de su bahía. Ello, unido a los grabados que no pocos particulares hicieron de la misma con fines decorativos y de recuerdo, ha hecho posible para nosotros un mejor conocimiento de la ciudad y de su entorno en la época. El interés adquirido por Cádiz a causa del traslado, en 1717, de las instituciones de la Carrera de Indias (Casa de la Contratación, Aduana y Consulado) por un lado, y de la importancia alcanzada por la guerra en el mar, en torno a la competencia colonial durante el XVIII, por otro, colaboran igualmente a la referida abundancia.
En los tiempos modernos, como hoy, la ciudad se asienta sobre una topografía quebrada, entonces mucho más perceptible que en la actualidad, con su superficie prácticamente ocupada. Se trata, pues, de una zona rocosa que ocupa un espacio no muy extenso (133 ha en la zona de intramuros), con algunos retazos arenosos intercalados. Sin embargo, contrasta aquella con la zona de extramuros, dominada por la arena, especialmente en el largo trecho del tómbolo, de unos 300 m de ancho, que la une al resto de la isla, la llamada Isla de León, convertida con el paso del tiempo en territorio jurisdiccional autónomo de Cádiz, con el nombre de San Fernando.
No cuenta la ciudad con grandes alturas. La cota más alta (45 m sobre el nivel del mar) se sitúa alrededor del lugar en que el marqués de Casa Recaño estableció su casa-palacio en el XVIII, con una espléndida torre mirador como remate, llamada Torre Tavira. La importancia del sitio, donde no es descartable se hallase enterrado el centro de la vieja ciudad fenicia, explica los diversos usos que se le dieron a lo largo de los tiempos modernos (así el de torre vigía oficial del puerto y Academia de las Tres Nobles Artes de Cádiz, desde 1778 y 1788, respectivamente).
Hacia ella concurrían, ascendiendo desde las proximidades del puerto, a manera de auténticas rampas, varias calles. Viceversa, a partir de la referida casa-palacio, se inicia en una y otra dirección, con pendientes variables, un descenso gradual hacia el borde del mar. Tomando como referencia un espacio mucho más amplio, desde el referido tómbolo se inicia una pendiente de predominio ascensional, que no sin algunos altibajos, avanza gradualmente hacia dicha cota.
La escasez de suelo aboca a una lucha permanente del hombre con la naturaleza y el espacio. Ello se traduce en Cádiz, a lo largo de la Edad Moderna, de varias maneras diferentes: mediante la elevación en altura de las casas, llegando, en algunos casos, hasta cotas poco comunes en la época; también, en la edificación de los cortos espacios rurales (terrenos de viña, retama y matorral) situados intramuros, con la excepción de las zonas que hoy ocupa la Alameda y el Parque Genovés, reservadas en la época para paseo y uso militar respectivamente.
De la misma forma, se traduce también en el avance de la parte edificada a costa del mar (el Campo del Sur o el dieciochesco barrio de San Carlos son claros ejemplos) y en el desbordamiento de la “raya fronteriza” situada en la Puerta de Tierra, a extramuros de la vieja ciudad, con dirección hacia San Fernando, a la búsqueda de nuevos espacios sobre los que construir, a pesar de las molestias casi incesantes que el viento, la falta de protección y de equipamiento de la zona, producen en sus arriesgados pobladores. Ello sin olvidar la carestía generalizada y casi permanente del suelo y, por ende, de la vivienda y de su alquiler, con los correspondientes efectos sobre la economía de los vecinos y las perspectivas de desarrollo material de la ciudad.
El siglo XVI
Un hecho importante que condicionará los demás es el paso en 1493 de ciudad de señorío, en poder de los Ponce de León, marqueses de Cádiz y duques de Arcos, a ciudad realenga, justo por el mismo tiempo en que Colón realizaba su hazaña descubridora. De ahí, en efecto, se derivarán los privilegios concedidos por la Corona a Cádiz, a través de los monopolios comerciales: el inicial con Berbería en 1493 y, sobre todo, el posterior con América en 1679 y 1717.
Los efectos urbanísticos que se derivan del importante comercio de Indias, serán por lo general parcos a lo largo del siglo XVI y de la primera mitad del XVII, no obstante la influencia indirecta sobre la ciudad del monopolio sevillano, como si de un verdadero antepuerto del mismo se tratara. Mucho mayor alcance en este período tendrá para el desarrollo urbano los citados efectos de la destrucción de la ciudad en 1596 por los hombres de la armada angloholandesa comandada por el conde de Essex.
Mas, para iniciar nuestro recorrido, bueno será preguntarse cómo era, desde el punto de vista urbanístico, el Cádiz de las primeras décadas del siglo XVI. La vista de la ciudad que se conserva en el Archivo General de Simancas, fechada en 1513, es, hasta el presente, la primera imagen del Cádiz moderno que poseemos (Figura 1). Se trata de un conjunto que abarca, tanto la ciudad propiamente dicha, cuanto su entorno próximo (en general, la bahía; en puridad el borde litoral opuesto a Cádiz presidido por El Puerto de Santa María, y una parte, de la, apenas incipiente, Isla de León).
Con respecto a la urbe, son distinguibles en la imagen tres grandes bloques o agrupamientos urbanos: la parte medieval amurallada, la ciudad vieja, que domina sobre el resto, formado por dos arrabales, situados a ambos lados de la misma, y su antesala, la plaza de la Corredera (luego de San Juan de Dios o Plaza Real), donde tienen asiento los órganos de gobierno de la ciudad y se percibe la imagen de una pequeña iglesia o ermita (probablemente la de la Misericordia), el ayuntamiento-fortaleza, un crucero y, tal vez, el arco del Pópulo, todos ellos con fisonomía muy diferente de las actuales. Uno de estos dos arrabales se organiza alrededor de la iglesia-ermita de Santa María –que parece identificable en la vista– de la que recibe su nombre; el otro, en torno de la de Santiago, que, sin embargo, no resulta perceptible en el dibujo.
En su conjunto, se trata de una imagen de Cádiz sin apenas perspectiva ni escala, cuyo autor sólo parece interesarse por la identificación de algunos edificios singulares, que salpican el abigarrado caserío indiferenciado de techos planos, sin teja (característico de la urbe durante toda la Edad Moderna), en contraste con lo que será propio de Andalucía. No obstante, junto a las edificaciones de la ciudad propiamente dicha, son también identificables algunos espacios concretos, como la ya citada plaza de la Corredera, abierta hacia el puerto y el mar; la zona noroccidental apenas edificada, además de la casi isla de San Sebastián, y, fuera ya del recinto urbano, el tómbolo arenoso.
Agrandado por el dibujante, presidiendo el conjunto urbano, emerge el espacio medieval, formado por el castillo que construyera Alfonso X el Sabio tras la conquista de la ciudad a los musulmanes hacia 1260, todavía con rasgos nítidamente de la época; la muralla quedefine el espacio urbano correspondiente a dicho tiempo (con 200 m de lado, aproximadamente el actual barrio del Pópulo) y algunas de sus puertas (la del Pópulo es fácilmente identificable). En la mitad del dibujo, como si centrara la imagen, aparece la catedral (hoy, aunque transformada, conocida como catedral vieja).
Todavía con una tenue muralla y alguna torre defensiva anexa, visualizamos lo que todavía no pasa de ser sino un amurallamiento incipiente, lejos del que más tarde envolverá la urbe, cuando tras el desgraciado ataque de 1596, sea elevada a la categoría de presidio militar. El resto son unos pocos edificios religiosos situados en la periferia urbana de identificación insegura, un crucero y lo que pudieran ser las casas consistoriales de la ciudad almenadas.
No contaba todavía Cádiz con una población numerosa (244 vecinos en 1467-1468, 671 en 1528-1536, 1.214 en 1561, 900-1.100 en 1587, alrededor de 1.300 en 1596), lo que permitía el predominio casi absoluto de las casas bajas, de un solo piso o a lo sumo dos, con terraza y techo plano la mayoría; así como la existencia de un amplio espacio sin edificar, cuyo uso se intuye, aunque no aparece todavía claro en el dibujo.
Hasta la época de Felipe II, los años sesenta concretamente, no volvemos a encontrarnuevas vistas de la ciudad y de su entorno. Por esas fechas (1564 y 1567) realizan sus dibujos dos extranjeros, Georgius Houfnaglius y, enviado por el rey para que retrate las ciudades españolas importantes, Anton Van der Wyngaerde, respectivamente. A través del primero logramos tener varios testimonios animados de Cádiz, desde perspectivas diferentes a la de 1513. Es, sin embargo, la perteneciente a Wyngaerde, tomada desde el mismo frente que esta última, quien nos permite una comparación más cabal con ella, aparte de suministrarnos una imagen completa y diáfana de la ciudad. Houfnaglius se sitúa, en una de sus vistas, frente a la Puerta de Tierra, también llamada Puerta del Muro, permitiéndonos observar con bastante detalle este elemento importante de la defensa y protección de la urbe (Figura 2). Se trata de un lienzo recto almenado, donde tan sólo destaca un pequeño baluarte situado en el centro de no demasiada altura. En el extremo opuesto de la ciudad, con un tamaño más reducido, son identificables una zona del recinto medieval amurallado presidido por el castillo de la villa, la iglesia mayor o catedral, parte del abigarrado caserío y, ya en lontananza, algunas ermitas (probablemente la de Candelaria, así como las de Santa Catalina y San Sebastián) y dos torres aisladas y simétricas próximas a la Caleta, que debían servir de vigilancia de la boca de la bahía. Pero, aparte de la muralla citada del frente de tierra, destaca sobre todo, en un primer plano, la imagen de la imponente y quebrada masa rocosa exenta que da acceso a la ciudad. La segunda imagen de Houfnaglius presenta la vista de Cádiz desde otro ángulo diferente, así como el amplio escenario de la bahía (Figura 3). Apenas son identificables en ella las torres del castillo y de la iglesia mayor, la cara interior de la cerca del muro, un molino en la zona no edificada y el indiferenciado y abigarrado caserío. Destaca de nuevo la imponente y abrupta masa rocosa, esta vez trasera a la ciudad.
Pero ya hemos dicho que es el dibujo “aéreo” de Wyngaerde (= Antón van den Wyngaerde) quien nos ofrece una imagen más detallada y realista de Cádiz, sin parangón con ninguna otra del siglo y con mayores posibilidades comparativas (Kagan, 1986: 302-304).
El siglo XVII
Con la llegada del Seiscientos, Cádiz no sólo inicia su gran expansión demográfica (7.000-7.100 habitantes en 1600, 22.000-23.000 en 1650 y 42.160 en 1695) y urbanística, tras el breve paréntesis recesivo de finales del XVI y principios del XVII, sino que contará además, a lo largo de esta centuria, con mayor número de testimonios, todos ellos utilísimos aunque de desigual calidad para llevar a cabo el estudio de la ciudad, gracias a la aparición de los primeros planos propiamente dichos. Ellos vendrán a sustituir en parte los dibujos de la anterior centuria. Añadamos la existencia de algunos padrones, susceptibles de permitirnos una valoración aproximada del poblamiento por barrios.
El asalto de 1596 y el posterior saqueo e incendio de la ciudad vienen a señalar un antes y un después en la morfología urbana de Cádiz. Al poco del evento, del que han llegado hasta nosotros no pocas representaciones, un número considerable de pobladores ha huido, una parte de la trama urbana ha desaparecido y los edificios singulares se han visto por lo general fuertemente afectados. Se vacila, pues, entre una refundación de la ciudad –lo que a la postre será rechazado– o su reedificación (así la catedral comenzará al poco sus obras, retomadas en 1602 por Cristóbal de Rojas; otro tanto se hará con Santa María en 1631 y San Francisco).
Para llevar a cabo la reedificación y, sobre todo, para mejorar la protección, se recurre a los ingenieros militares, que ya no dejarán de acompañar el desarrollo urbano de la ciudad en este siglo y el siguiente, proveyendo paralelamente a la mejora de sus defensas. La gran empresa de amurallamiento de Cádiz, la que transforma la urbe en un verdadero bastión, es, fundamentalmente, obra del siglo XVII. A principios de esta centuria hallamos todavía en los archivos algunas propuestas de remodelación, que más que darnos una imagen del momento acerca de la realidad de la ciudad, hacen hincapié mayormente en las reformas que se habrían de acometer.
Esto es lo que sucede con la del ingeniero militar Cristóbal de Rojas, uno de los más reputados de su tiempo en el tema, a quien el rey pide información sobre el estado de la ciudad,
Poco a poco la ciudad se rehará y, transcurrida la primera década del siglo XVII, su población experimenta un notable desarrollo que le permite dar un profundo salto cuantitativo desde los alrededor de los 5.300 habitantes a que había llegado a descender la ciudad tras el asalto, en 1597, a los 22-23.000 de mediados de la centuria. Al término de esta primera mitad de siglo, por tanto, Cádiz ha dejado de ser una pequeña ciudad para convertirse en otra, demográficamente importante dentro de la España de la época.
Tras la reconstrucción y subsiguiente ocupación de las casas abandonadas o en mal estado, el avance en la urbanización que impulsa dicho crecimiento a lo largo del siglo se hace siguiendo la misma dirección oeste de antaño, prefiriendo ahora las zonas más altas a las bajas, y las que dan a la bahía a las del frente de Vendaval, en la zona sur. De esta forma, aparte de mirar la ciudad hacia el puerto, convertido cada vez en mayor medida en el principal elemento dinamizador de la misma, se salvaba el obstáculo que significaba el convento de San Diego, con su amplio terreno ocupado incluido su huerto, cuya instalación se había hecho en las proximidades del actual Mercado Central en 1608-9.
Así, la trama urbana va acercándose progresivamente al llamado Campo de la Xara o de la Jara, uno de los escasos espacios rurales de la ciudad, formado por jarales –de ahí el nombre–, otros matorrales y, lo que es más importante, una de las reservas acuíferas fundamentales de la ciudad (el pozo de la Xara y sus pocillos anejos). Durante muchos años, los habitantes de Cádiz y las tripulaciones de los barcos de la Carrera de Indias se venían abasteciendo de ellos, y su agua era considerada de una gran calidad, aunque ésta, a mediados de la centuria, hubiese disminuido su caudal. El acceso a dicho espacio se hará a través de la calle Ancha de la Xara, convertida, cuando el lugar sea plenamente urbanizado, en calle de la Ancha a secas, el eje comercial más importante de la ciudad dieciochesca (Figura 5).
La época dorada: el siglo XVIII
El paréntesis que introduce la Guerra de Sucesión en las 2 primeras décadas del siglo XVIII hará que la población ralentice su crecimiento durante la primera mitad de dicha centuria y que no se alcance la cota de población de 1695 (42.160 habitantes) hasta finales de la segunda década. Sin embargo, apenas concluido el conflicto, Cádiz se ve gratificado por la Corona por su fidelidad a la causa borbónica con el traslado a ella de las dos grandes instituciones de la Carrera, el Consulado y la Casa de la Contratación, desde la vecina ciudad de Sevilla. A partir de 1717, Cádiz será, por tanto, la beneficiaria plena del monopolio que se estableciera a principios del XVI, aun cuando esta situación no llegara a consolidarse hasta los años veinte del siglo XVIII, iniciándose entonces una considerable expansión en todos los órdenes.
De esta forma, la ciudad afrontaba su período más relevante de la Edad Moderna, caracterizado de nuevo por el crecimiento demográfico, el esplendor de su comercio, el fortalecimiento de la presencia extranjera, la ampliación del espacio urbanizado, la mejora de su caserío y el lujo interior de sus iglesias y edificios de particulares. La relevancia alcanzada por Cádiz, especialmente entre los años treinta y noventa, el concurso de los ingenieros militares, unido a la mejora de las técnicas de reproducción gráfica, permiten afrontar una centuria rica en mapas, planos y grabados, tanto de Cádiz como de su bahía, en su mayor parte de origen extranjero, francés e inglés. Los dibujantes se interesan básicamente, desde principios de la centuria, por conocer la realidad acerca de las defensas de la ciudad. Los documentos censales, aunque de diferente procedencia, no le irán a la zaga en la misma pretensión, ampliándola.
A comienzos del siglo XVIII se ha completado prácticamente el sistema defensivo de la bahía, formado por los diferentes bastiones establecidos en Cádiz y los que se construyen en torno de aquella: Santa Catalina, Matagorda y, bien avanzada ya la centuria, San Luis, situados estos últimos enfrente del castillo de El Puntal, en la desembocadura del actual Puente Carranza en Tierra Firme.
Cádiz ha sido capaz de absorber por entonces el importante crecimiento de su población a lo largo de la segunda mitad del XVII. A esa altura del tiempo, se había ocupado el 60% aproximado del espacio intramuros (Ruiz-Nieto, 1999: 79), es decir un 19 % más del existente a mediados del Seiscientos; lo que unido a las servidumbres militares que tenía la ciudad, constreñían a la larga las posibilidades de expansión urbanística de la misma. De ahí las tensiones surgidas de nuevo entre opciones contrapuestas, teniendo como protagonistas, de una parte, a los particulares y, de otra, a las autoridades presentes en la urbe. Tal avance demográfico en el Setecientos encontró sucesivamente notables dificultades de espacio, debiendo buscar salida, bien a través de la mera ocupación de suelo no urbanizado intramuros, bien por otros medios, tales como el incremento del número de habitantes por casa, la ampliación artificial de terrenos o la colonización de espacios situados extramuros de la ciudad.
El 40 % de suelo urbanizable se situaba claramente en una banda irregular situada a la parte oeste, en un arco que iba aproximadamente desde la ermita de Santa Catalina cercana a la Caleta, hasta el arranque noroccidental de la actual alameda del marqués de Comillas. La zona de mayor amplitud se hallaba en torno al Hospital del Rey u Hospital Real con su cementerio adjunto, y del espacio que hoy ocupa la Facultad de Económicas (antiguo Hospital de Mora), el Valcárcel y su edificio anejo. Se trataba de una superficie mixta, a caballo entre lo rural (arbustos y algunas huertas) y lo militar (cuartel, el antiguo molino reutilizado como almacén de pólvora); en todo caso, de una zona de salvaguarda frente a los ataques enemigos, según afirmábamos antes.
Producto del impulso demográfico referido, en la primera década del XVIII, nos encontramos ya con una densidad media de población elevada (448 habitantes por hectárea), que, en algunos casos, se alza hasta los 600 e, incluso, sobrepasa los 1.000 (Ruiz-Nieto, 1999: 123), lo cual se explica por las dificultades de muchos para encontrar vivienda debido a su alto precio, en régimen de compra o alquiler; la escasa disponibilidad de suelo intramuros y las servidumbres propias de una ciudad que es a la vez presidio militar. Ello se traducirá al cabo en un alto número de personas habitando en la misma casa y en el recurso a los paisanos y familiares para encontrar una habitación de forma temporal.
Las zonas más holgadas, es decir, con un menor número de habitantes por metro cuadrado, coinciden, paradójicamente, con dos áreas opuestas en cuanto a su ubicación en el plano, nivel económico y relevancia social de sus correspondientes vecinos se refiere. De un lado, se trata del barrio de la Viña, todavía en proceso de construcción (no concluida hasta los años veinte), y sus aledaños, que se puede identificar con la zona humilde. La factura de sus casas, algunas de vecindad, todavía hoy visible, unida a la presencia en la zona de industrias y a la difícil evacuación de las aguas, disminuyen claramente su atractivo y cotización en el mercado inmobiliario. Pero volviendo al asunto de su escaso poblamiento, nos parece importante recordar que se trata de un barrio de reciente creación, aún no concluido.
La otra zona menos poblada coincide grosso modo con la más cara y, probablemente, con la de mayor presencia de comerciantes al por mayor, situada prioritariamente en el extremo oeste de la urbe, en el frente de la bahía (en una línea imaginaria que uniría aproximadamente el baluarte de San Antonio y San Felipe por la parte norte, y las actuales plazas de la Candelaria, San Francisco, San Antonio y Mentidero, cerrándose el conjunto a la altura de la calle Gravina).
En contraposición, los barrios con mayor densidad de población son, sobre todo, los de Santa María-la Merced, en el viejo arrabal del Medioevo de calles estrechas y quebradas, y, por tanto, de baja cotización en el mercado inmobiliario; así como el conjunto articulado alrededor de la iglesia de San Lorenzo, en el lado opuesto del plano.
Los restantes espacios se sitúan entre los 300 y 500 habitantes por hectárea. Si dividiéramos la ciudad mediante una línea imaginaria Norte-Sur situada en el centro de la trama urbana de la misma a principios del XVIII, hallaríamos que la densidad, dentro de dichas cifras, es más alta en la parte este, coincidiendo con lo que fuera mayoritariamente el espacio urbanizado del siglo XVI. Por el contrario, los barrios creados con posterioridad a esta época, incluyendo la Viña y la zona de alto nivel arriba citada, suelen tener una densidad demográfica menor, con la excepción referida de San Lorenzo.
En la zona de poniente, exenta todavía en su mayor parte, destaca de forma aislada la mole cuadrangular del Hospital del Rey u Hospital Real con su cementerio, así como el cuartel (más bien un barracón) y el almacén de pólvora. El uso preferentemente militar de este espacio se extiende moderadamente hacia el interior del casco urbano, creando cerca de la Viña otro lugar para cuartel y depósito de carros y caballerías (el llamado “Corralón”).
Por su parte, el esfuerzo por mejorar las fortificaciones sigue siendo incesante; también el de dar cobijo a la tropa, ambas preocupaciones vinculadas a las necesidades defensivas de Cádiz. En la primera década del XVIII que ahora contemplamos, destaca el interés por la Puerta de Tierra (en realidad surgen diferentes proyectos al respecto), cuyo reforzamiento ya se ha llevado a cabo en parte, al dotarla de un segundo frente, formado por un borde quebrado similar al anterior, en forma de corona y con revellín central, con el que se comunica, a pesar de los fosos que las separan entre sí. Este sistema defensivo viene sostenido a retaguardia por los soldados de infantería instalados en el cuartel de Santa Elena, así como por los baluartes de Santa Bárbara y las Cañas (= Santiago) sobre la bahía, y los de San Roque y San Salvador sobre el mar abierto. Todos ellos forman un conjunto fortificado de gran fuerza, ligeramente separado del resto de la ciudad por un espacio libre, la plaza de San Roque, a favor de establecer una distancia de seguridad, a la par que permitir los movimientos de la tropa. En los años cincuenta se procederá a la remodelación del bastión principal de la Puerta de Tierra, que dará a ésta su fisonomía peculiar, sólo en parte mantenida hasta nuestros días.
Del lado de la bahía, donde otrora debió situarse el templo de Kronos, parece haberse procedido también en estos años (a partir de 1706) a la conversión del primer islote de San Sebastián en un importante bastión militar, en tanto que el más grande, sede de la ermita del santo (desde el siglo XV) y del faro, seguirá conservando su sabor campestre y religioso-festivo, sin que todavía ningún camino firme y permanente sirva entre ellos de unión para los transeúntes.
Con todo, quedan aún algunas zonas del lienzo que rodea la ciudad mal muradas. Los cartógrafos franceses de esta primera década señalan deficiencias en varios puntos del perímetro urbano, motivadas por la fuerza del oleaje y la débil protección en ellos establecida. El mapa de Bellin acota una parte extensa del Campo del Sur, entre San Roque y la batería d’Estaques, como espacio mal protegido por una “trinchera hecha solamente de piedras secas y de empalizada para servir de cerco a esta parte que es muy débil a causa de las grandes mareas” (Figura 7). Será subsanado en parte más tarde, cuando se decida ensanchar dicho borde mediante relleno y avance de la muralla, con motivo de las obras de la nueva catedral. Señala también Bellin el tramo noreste, entre el baluarte de Santa Catalina y la Escalerilla, que describe como “sitio a restablecer donde la mar arruina la escarpadura”. O, igualmente, el situado entre el baluarte de la Candelaria y la Caleta, con la misma orientación, espacio sobre el que “hay un mediocre parapeto de tierra”. El testimonio de este cartógrafo francés, aparte de mostrarnos dichos puntos débiles de la ciudad, nos recuerda las dificultades de su defensa y, en última instancia, el alto precio que es preciso pagar para su mejora y mantenimiento.
La creciente presión demográfica de la centuria producirá en general otros efectos de alcance. De un lado, la gradual ocupación de los terrenos libres señalados de la parte oeste, aunque limitada por el uso militar; de otro, la remodelación de la ciudad, que ampliará y mejorará sus viviendas, al tiempo de crear un considerable número de casas de vecindad; por último, la expansión extramuros, con la formación del barrio de San José, en torno a lo que será la iglesia del mismo nombre, y el establecimiento del gran cementerio de la ciudad en las proximidades del templo. Todo ello sin olvidar a lo largo de toda la centuria, la inquietud mostrada con respecto a las defensas y su mantenimiento.
La remodelación del casco urbano tiene que ver con el asunto demográfico, pero también con los gustos sociales y la riqueza. Durante la centuria se le dará la homogeneidad que, en buena medida, ha conservado hasta el presente; una homogeneidad según los cánones dieciochescos, a pesar de las concesiones hechas al Barroco, que se resiste a desaparecer, y de los numerosos retoques experimentados en el siglo XIX (en especial durante la época isabelina, con la incorporación de diferentes elementos decorativos en las fachadas y la sustitución de la rejería por el balcón acristalado), a costa de la fisonomía propia que adquiriera en el siglo XVII.
A las mejoras del trazado urbano, por lo general tirado a escuadra, se añade la imposición del prototipo de vivienda gaditana, tantas veces asimilada a la casa del comerciante, de tres plantas y entresuelo en torno a un patio central con columnas, almacén –a veces sustituido por accesoria–, fachada de piedra ostionera en la base y ladrillo en la parte alta y conjunto rematado por torre-mirador. Alterna con algunas viviendas comunitarias o de vecinos (así, en las calles Servando y Goleta), solución económica que permite absorber una parte de la demanda creciente de vivienda.
En lo que se refiere a las iglesias, la remodelación afecta particularmente a los interiores, que se verán enriquecidos con importantes obras de arte, producto de la devoción y las inversiones de los particulares y de las instituciones. El barroco seguirá siendo, aquí como en la anterior centuria, el estilo preponderante, en tanto que el neoclásico se abre paso muy lentamente y sólo llega a ser contundente en obras de construcción reciente, realizadas al amparo de las autoridades. En 1764, Pedro Afanador rehace en estilo barroco el Oratorio, que se había venido dotando de importantes obras maestras a lo largo de la centuria (la Adoración de los Reyes de José Montes de Oca, el retablo mayor rococó, la cabeza de San Juan Bautista, etc.). Y otro tanto sucederá con la iglesia de San Pablo, aneja a la Casa de las Recogidas, sita en la calle Ancha, remodelada en esta ocasión según el estilo neoclásico por Torcuato Benjumeda entre 1787 y 1789, aunque también se le añadiesen varios retablos barrocos. O con San Francisco, que tras dotarse de un crucificado napolitano en 1733, añade un retablo churrigueresco a finales de siglo, obra de Gonzalo Pomar. De igual forma, la iglesia del Rosario, surgida en el XVI y convertida en parroquia en 1787, se reforma en 1793 gracias al marqués de Valdeíñigo, artífice de la Santa Cueva adjunta al templo. Consolidada la capitalidad gaditana del monopolio de Indias a partir de los años veinte, la ciudad había emprendido un proceso de renovación y equipamiento de gran alcance, que acabará por determinar la fisonomía de la urbe hasta el presente. Así pues, se puede decir sin temor a errar, que lo que hoy conocemos como el Cádiz histórico, el Cádiz mercantil clásico, no es sino el producto arquitectónico de las reformas y remodelaciones que por entonces se llevaron a cabo en la ciudad. Algunas de ellas (edificios para la Casa de la Contratación y Consulado, varios relativos a las murallas), sin embargo, no pasarán del papel, quedándose en meros proyectos; otras, en cambio, rebasarán el siglo, concluyéndose en el siguiente (así la catedral nueva), y, finalmente, la mayoría se rematará a lo largo de la centuria (Aduana, barrio de San Carlos, Puerta de Tierra, espigón de San Felipe, etc.).
Los primeros efectos importantes a medio y largo plazo de dicha capitalidad y del correspondiente crecimiento demográfico (lo mejor del aumento tiene lugar entre 1750 y finales de los ochenta) son, sin embargo, la transformación de suelo rural o exento en suelo urbanizable, sin olvidar la parte de terreno ganada al mar que se añade también como espacio urbano. La zona más apropiada para dicho avance es, sin lugar a duda, la parte de poniente.
Un plano de autor anónimo, perteneciente al Servicio Cartográfico del Ejército, que suele fecharse hacia los 30′, permite apreciar fácilmente la situación de dicho espacio (Figura 8). La parte correspondiente a cererías, huertos y superficie agrícola en general se halla situada mayoritariamente en la parte suroccidental, entre el cuartel de la Viña –ya prácticamente inservible–, junto a la actual calle del Corralón de los Carros, y el Hospital Real, que aparece a su vez aislado, rodeado de algunos huertos por su margen este y sur, y de espacios sin cultivar en el resto. Tal superficie corresponde, dentro de la zona sin urbanizar, a la franja más amplia.
En cuanto a la parte noroeste-noreste no urbanizada se refiere, situada aproximadamente entre dicho Hospital y la punta de San Felipe, tiene una anchura menor. Se trata de una especie de erial, apenas salpicado por algunos equipamientos militares: el llamado Cuartel de la Pólvora y el Nuevo, al igual que sendos almacenes de pólvora, tantas veces referidos. El ensanche mayor se halla aquí frente al espacio comprendido entre el baluarte del Bonete y el castillo de Santa Catalina.
En la segunda parte de la década de los cincuenta, tras el inicio de un nuevo y más contundente impulso demográfico, se decidirá el reparto en lotes y la edificación de una de las partes correspondientes a dicha zona occidental; en concreto, el área comprendido entre el antiguo Gobierno Militar (hoy Centro de Cultura Municipal Reina Sofía) y el lado norte del
Hospital Real, incluyendo la plaza situada ante la fachada principal. En su remodelación intervendría el propio rey, por ser el terreno en buena medida de propiedad realenga; las autoridades municipales (algunas de ellas beneficiarias de la compra de lotes), la Real Junta de Fortificaciones, heredera de la Junta de Murallas, y los particulares interesados, algunos reconocidos comerciantes con las Indias como Andrés Loyo Treviño y Simón Babil de Uris. Tal acción afectará, pues, a la remodelación definitiva de la plaza de la Cruz del Mentidero, las espaldas de los futuros cuarteles y el entorno del Hospital. Por esos mismos años, concretamente en 1758-1760, con fondos conseguidos con la venta de los solares, se lleva a cabo la construcción del hermoso pabellón de ingenieros militares (hoy Centro “Reina Sofía”).
Entretanto, las obras de mejora del amurallamiento continúan su curso. Por los años cuarenta-cincuenta, el ingeniero Ignacio Sala había dotado al puerto con las famosas Puertas del Mar, hoy desaparecidas. Y, en cuanto al frente de Tierra, en 1758, se llevaría a cabo la reforma del mismo, lo que, a su vez, originó la demolición de la vieja ermita de San Roque.
En los sesenta, en pleno apogeo demográfico (62.177 habitantes en 1765), continúa por sus fueros el impulso urbanístico en la exenta zona occidental y se buscan a la par los terrenos necesarios para elevar los edificios simbólicos, indispensables a una de las ciudades más poblada de España y con una importante actividad mercantil. De esta forma se establece en 1763, al sudoeste, tras rechazarse su ubicación junto al Hospital Real, el nuevo Hospicio de la Caridad.
A comienzos de los años setenta (1772), se levanta un nuevo plano de Cádiz de la mano de Juan Caballero (Figura 9). Los avances del caserío recogidos en él son obvios, sin ser relevantes dadas las limitaciones de suelo, con respecto al plano anónimo de los treinta. La zona por excelencia de expansión a poniente de la ciudad ha disminuido su disponibilidad con vistas a la construcción, al haber reducido su extensión en los llamados huertos de Cepeda, entre el frente de la Caleta y el antiguo cuartel de la Viña, que han cedido terreno al nuevo hospicio.
También ha disminuido, casi a la mitad, el suelo situado entre la calle de la Rosa y el Hospital Real, quedando sólo una mancha de verdura redondeada al oeste del mismo, coincidiendo aproximadamente con el lugar que ocupara hasta hace no mucho el hospital universitario de Mora y el Policlínico adjunto (hoy Facultad de Económicas y dependencias de la Universidad de Cádiz respectivamente), la Escuela de Náutica, la antigua Escuela de Magisterio (hoy Escuela de Ingeniería Superior) y el Colegio Mayor Beato Diego. Hacia el noroeste, el caserío ha alcanzado ya prácticamente el límite actual, a espera de que se realice el cuartel de artillería, y puede verse esbozada la futura Alameda del Marqués de Comillas.
Coincidiendo casi con la aparición de este plano, se lleva a cabo, en 1773, el que puede ser considerado el mejor padrón realizado hasta esa fecha (AMC, nº 1006-1007). Él nos permite matizar algunos aspectos relativos a la población, situándolos en el espacio. El período de 64 años transcurridos desde el primer padrón de la centuria hasta ahora, confirma en líneas generales la tendencia que ya se apuntaba a comienzos de siglo. En primer lugar, como dato general, que continúa la alta densidad de población de Cádiz, hasta el punto de convertirse en una constante de la ciudad. Comparando datos se aprecia, incluso, un importante crecimiento de la misma, al pasar de una media de 448 h./ha a 701. Este aumento considerable debe relacionarse, obviamente, con el del número de habitantes (35.700 a 66.600), al socaire del crecimiento económico de la ciudad, afianzado como dijimos por el reforzamiento del monopolio a partir de 1717.
Sin embargo, el impacto de dicho aumento tampoco repercutió esta vez de la misma forma en toda la ciudad. Y es al llegar a este punto cuando conviene resaltar la similitud existente, grosso modo, con respecto a la primera década de la centuria en el reparto de las densidades. Tendríamos, pues, en primer lugar, una zona, mayoritariamente emplazada en la parte noroccidental, con una pronunciada incursión hacia el sureste (barrios burgueses situados entre la catedral nueva y el convento de San Diego –hoy mercado de abastos–, y alrededor de las plazas actuales de la Candelaria, Palillero y Gaspar del Pino), que se caracteriza por densidades inferiores a la media, y, por lo tanto, constituida por barrios relativamente poco poblados, aunque dada la amplitud de las casas que se han construido en estas zonas y de la presencia en su interior de un importante servicio doméstico y de empleados de comercio en general (tenedores de libros, amanuenses, traductores, tesoreros, etc.), el número de habitantes por vivienda pueda ser con frecuencia elevado. Así ocurre en el espacio comprendido entre el convento de San Francisco y la actual Diputación Provincial. O en la zona próxima a la catedral nueva, por entonces en construcción.
Con todo, la densidad más baja se sitúa en la zona más noroccidental, entre San Felipe y el Hospital. Precisamente, en estos barrios medianeros con la zona sometida a servidumbre militar y la que todavía se halla sin urbanizar, encontramos las cifras más bajas de habitantes por casa en relación con la media de 17.
En contraposición, existe una zona al este y suroeste, marcada por una densidad de población superior a la media. Consigue su mayor nivel (900-1.700 h/ha) alrededor del barrio de Santa María, al sumársele la población hacinada en los cuarteles de la Puerta de Tierra (Santa Elena y San Roque, en el lugar antaño ocupado por la vieja ermita), anteriormente inexistentes.
Es lógico, que dado el corto espacio que ocupan, hallemos aquí también el mayor número de moradores por vivienda (27-28), muy por encima de la media establecida, y ello sin contar la población empadronada en la propia Puerta de Tierra (734), que podría muy bien añadírsele. Ya hemos referido el papel que el viejo barrio medieval de Santa María, con sus calles tortuosas y poco ventiladas, abandonado en el XVII por los grupos acomodados (entre los cuales, los comerciantes y funcionarios vinculados a la Carrera de Indias llegan a alcanzar una importante presencia), desempeñará como lugar de residencia de individuos y familias pertenecientes a las capas bajas o medias bajas de la sociedad.
Al lado de Santa María-San Roque se añade, siguiendo con la alta densidad de población, un amplio espacio, que forma parte como él de la ciudad vieja, alrededor del antiguo arrabal de Santiago, aunque extendiéndose más allá, en busca de la Plaza Mayor (mejor conocida como de San Juan de Dios o Corredera) y de las calles Nueva-San Francisco, considerado el eje urbanístico de la primera expansión mercantil de la ciudad. Siguiéndole, viene a bordear la zona del puerto, para adentrarse luego hasta la plaza de la Candelaria a la altura del Aduana (hoy Diputación Provincial) y de la batería de San Antonio.
Se trata en esta ocasión de una zona eminentemente comercial y portuaria, donde se acumula un importante núcleo de población de servicios, así como transeúntes y comerciantes en general, según corresponde al fuerte trasiego existente en la zona. Es en ella, precisamente, donde se halla la mayor variedad de casas con respecto al resto.
Además de estas dos zonas referidas, como sucediera a principios del siglo XVIII, el polo occidental en torno de la iglesia San Lorenzo, en el barrio del mismo nombre, cuenta igualmente con una elevada densidad de población. Y también el barrio popular de la Viña ahora ampliado.
Coincidiendo con el fuerte crecimiento demográfico gaditano de los años setenta y ochenta, se impone de nuevo un cambio de uso de algunos terrenos. Por tanto, su paso de la superficie rural, escasa a estas alturas del tiempo, a urbana. A partir de 1777 se produce, pues, el último asalto constructor a la zona comprendida entre el barrio de la Viña y el Hospital Real, particularmente en la zona de huertos pertenecientes a los Cepeda, adscrita con posterioridad al barrio del Nuevo Mundo, que los sucesivos planos resaltaban hasta entonces con las tintas propias de la verdura que los cubría.
Los promotores de esta recalificación y beneficiarios últimos de la venta de terrenos (“reducción a suelos para labrar casas”, dice la propuesta presentada) pertenecen al cabildo municipal (Ruiz-Nieto, 1999: 143). A lo largo de varias generaciones se han ido sucediendo en el cargo de regidor, que de esta forma ha pasado, vinculado al mayorazgo de la familia, de padres a hijos. Son propietarios, además, de otros terrenos que han venido acumulando con el paso del tiempo; así, en las proximidades de la plaza del Mentidero (en la calle del Veedor se halla la vivienda de Lázaro Cepeda Hinestrosa, padre del impulsor de la venta, Francisco de Paula Cepeda Guerrero) y del cementerio.
Lo periférico de la zona negociada hace que las clases acomodadas queden por lo general al margen de la compra. Los usos a que van a ser destinados los suelos, además de vivienda propiamente dicha, incluyen la actividad industrial de tipo artesanal (hornos, tahonas, herrerías, manipulación del cáñamo, etc.), que se une a la ya existente muy cerca, en la Viña y aledaños, desde que comenzase el poblamiento de la zona. Tampoco constituirá un escenario formado por casas de buena fábrica.
Cuando apenas se han construido y ocupado todas las viviendas de los huertos de Cepeda, las autoridades locales, con la Junta de Fortificaciones al frente, inician lo que será la segunda gran operación urbanística de la centuria, esta vez en el ángulo noreste de la ciudad, lograda en parte a costa del mar. Nos referimos a la creación del que será llamado, en honor al rey, barrio de San Carlos, junto al castillo de San Felipe (Ruiz-Nieto, 1994). El proceso constructivo se extiende a lo largo de, prácticamente, toda la década de los ochenta, inaugurada por el proyecto que se presenta en 1781 y concluida en 1789 con la ocupación plena del barrio.
Las obras acometidas en el baluarte de San Antonio para la construcción de la nueva aduana, permiten realizar ahora una acción paralela en el castillo próximo de San Felipe. Consistirá en avanzar los muros del mismo hacia el mar, dotándoles de almacenes abovedados, así como remodelar el conjunto creado entre dicha muralla y las primeras casas de la ciudad al sur del citado barrio (casas de las “Cuatro” y de las “Cinco Torres”). En cierta manera ocuparía parte del sitio pensado en principio para radicar las tres instituciones principales del comercio de Indias (Consulado, Casa de la Contratación y Aduana). El acceso al barrio por el lado del mar se haría a través de una doble puerta escavada en la muralla, todavía hoy visible, que se abre a tierra.
Como ya era habitual en este tipo de obras en que intervenía la Real Junta de
Fortificaciones, la acción se concibe de uso mixto, es decir, civil, pero sin dejar de lado el militar que condiciona normalmente todo el desarrollo de la ciudad. Tampoco la posibilidad de autofinanciación del nuevo amurallamiento del lugar, con las ventas de los lotes de terreno pertenecientes a la Junta.
La zona elegida, sita en el mismo frente que el puerto, y relativamente próxima al centro comercial de la ciudad, será considerada en términos generales, como una buena inversión. Por eso concurrirán a ella compradores de renombre, siendo el más importante de ellos –se le puede ver también inmerso en otras operaciones inmobiliarias–, con el 31 % de los terrenos adquiridos, Francisco Martínez Vallejo; los otros nombres conocidos, en cambio, corresponden, sencillamente, a meros testaferros. El precio de las casas no será siempre el mismo, dependiendo sobre todo de la orientación de las mismas.
A diferencia de lo ocurrido con la urbanización de los huertos de Cepeda, en San Carlos las casas se conciben de mejor fábrica, con altura (a veces, entre los cuatro y cinco pisos), balcón, posibilidad de uso comercial y elementos decorativos en la fachada de carácter neoclásico (frontones), como corresponde a un proyecto en el que intervienen las autoridades de la Administración (a comenzar por la Real Junta), impulsoras principales de dicho estilo artístico. Fruto de esa mejor construcción y del lugar son los precios más elevados de los solares, casas y alquileres que se pagan en esta zona, en relación con la de los Huertos. Su cuantía no cesará de crecer con el aumento de la demanda de viviendas en la ciudad, al menos hasta la crisis de principios del XIX. No obstante, su distancia al corazón del comercio de la ciudad, reduce su cotización con respecto a zonas plenamente integradas en el mismo o más próximas a él (calle Nueva, alrededores de San Francisco, etc.). En todo caso, la vivienda compartida domina sobre la unifamiliar, como parece lógico corresponda a la presión de la demanda.
Al igual que sucediera anteriormente, la ampliación del espacio urbanizado se verá ahora también completada por la remodelación de los espacios interiores. En este sentido, la obra por excelencia de la centuria es, sin lugar a dudas, la catedral nueva y su entorno. Y no sólo por lo que toca al aspecto artístico, sino, en lo que a nosotros se refiere, a la reorganización de un amplio espacio, situado en el corazón mismo de la ciudad antigua.
En efecto, aunque los anhelos de las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad para dotarla de una nueva catedral, más acorde con la importancia adquirida por Cádiz y con el aumento del número de sus habitantes, remonten a tiempos atrás, no será hasta finales del siglo XVII cuando se dé impulso a la operación. A comienzos del XVIII, transcurrida la Guerra de Sucesión, justamente después de iniciarse las obras de avance de la muralla hacia el mar entre el Puerto Chico y la torre del Sagrario de la Catedral Vieja para proteger dicha zona tan combatida por las olas de la furia del mar, se procederá ya al derribo gradual de las casas que ocupaban el solar donde hoy se asienta la catedral nueva y su plaza. Así, a partir de la colocación de la primera piedra del templo en 1722, tendrá lugar una serie de acciones sucesivas que irán transformando poco a poco la fisonomía del lugar.
De esta forma, la gran mole arquitectónica (por comparación con las casas de alrededor) que va tomando lentamente cuerpo, no sin modificaciones diversas sobre el proyecto inicial, emergerá entre la vieja ciudad medieval amurallada y el arrabal de Santiago, de cuya iglesia será vecina, en un lugar complicado y arquitectónicamente discutible –por su proximidad al mar en uno de sus frentes más combatidos–, donde se creará a la vez un espacio exento para uso público. Con todo, su configuración actual, con ese terreno amplio frente a la puerta principal de la catedral, tardará tiempo en llevarse a cabo (Antón, 1976).
Una operación urbanística de similar carácter se efectuará, si bien sin una “agresión” similar sobre el caserío, en el espacio situado frente al Hospital Real, cuando se le intente adaptar para nuevos usos educativos a partir de 1748 (vd. plano, figura 9), al convertirlo en Real Colegio de Cirugía de la Armada. Se desea entonces reducir dicho espacio (plaza de San Fernando), aunque dejando el suficiente, por razones de salubridad y de los movimientos de la tropa en la zona. La reordenación se acomete, así pues, en los años ochenta, beneficiándose de ello un hombre del comercio al por mayor, que ya vimos involucrarse también en la compra de los solares de San Carlos: Francisco Martínez de Vallejo, marqués de San Felipe.
El equipamiento de la ciudad que tiene lugar a lo largo del XVIII afecta a la creación y ampliación de toda una serie de edificios destinados a cubrir las diferentes necesidades de una población en crecimiento continuo, convertida a su vez en urbe portuaria de primer orden. Las infraestructuras relativas a usos comerciales, abastecimiento, higiene, sanidad, asistencia social y ocio resultan a este respecto prioritarias.
Como afirmábamos más arriba, hacia finales del siglo XVII o principios del XVIII debió realizarse el espigón, que, a la altura del baluarte de los Negros, protegía el puerto de los efectos producidos por el temido viento de levante. Con posterioridad se le fue alargando y se le dotó con las imágenes de los santos patronos de la ciudad, San Servando y San Germán, sobre sendas columnas elevadas, hoy instaladas junto a las Puertas de Tierra. En esta misma centuria se formaría igualmente el espigón de San Felipe, como una proyección del baluarte del mismo nombre sobre el mar.
Con todo, desde el momento en que se produce el traslado a la ciudad de las instituciones centrales de la Carrera de Indias (Aduana, Casa de la Contratación y Consulado), Cádiz necesita adaptarse urbanísticamente a su nueva condición. Sin embargo, paradójicamente, la urbe permaneció durante años sin proveerse de los edificios adecuados para acogerlas, por causas aún no bien conocidas. El Consulado, por ejemplo, tuvo su sede en una casa de la actual calle de Rafael de la Biesca (antes llamada, precisamente, del Consulado Viejo), y la Casa de la Contratación en una casa-palacio tomada en alquiler y habilitada al efecto frente a la iglesia de San Agustín. Incluso la banca de la ciudad seguía siendo, como siempre, la propia calle, donde se daban cita los diferentes partenaires interesados en las contrataciones de dinero.
Desde los años treinta, una vez consolidado en Cádiz el monopolio, los proyectos destinados a dar cabida a los organismos arriba citados, algunos muy ambiciosos, proliferaron de la mano de los ingenieros militares. Todos ellos contemplaban la posibilidad de construir los edificios correspondientes en el frente portuario, juntos o próximos entre sí. Diferentes circunstancias fueron retrasando su realización y, a pesar del impulso recibido en tiempos de Carlos III, los proyectos no se hicieron realidad hasta fecha tardía, de manera incompleta, cuando ya la ciudad había perdido el monopolio y faltaba poco para la desaparición de las referidas instituciones.
Al final sólo pudo llevarse a cabo la construcción de uno de los edificios, el de la Aduana (hoy Diputación Provincial), lo que, ante la falta de espacio, obligó al mismo tiempo a una remodelación de la zona, la situada entre la Puerta de Sevilla y el castillo de San Felipe, en el ángulo nororiental de la ciudad. El resultado fue un edificio concebido por Antonio Hurtado, luego levemente modificado; su construcción se iniciaría en 1778. Además de ésta, nos interesa el hecho de haberse abierto en el entorno un conjunto de almacenes, en número menor del previsto en proyectos anteriores, para receptáculo de mercancías; así como la modificación de la línea de muralla y el establecimiento, delante de San Felipe, de un espacio ganado al mar, útil para ampliación del suelo urbano, que será ocupado posteriormente, según vimos anteriormente, por el barrio de San Carlos.
El resto de edificios que debía de dar cobijo a la Casa de la Contratación y el Consulado, quedaron en mero proyecto, alargando la provisionalidad de sus sedes a lo largo de la centuria. Esta carencia, sin embargo, no impidió la consolidación en esta zona norte de la ciudad, frente a la bahía, de un espacio especializado en todo lo concerniente al comercio, verdadero motor de la ciudad y de su impresionante desarrollo.
Otra de las funciones que debía ejercer Cádiz a través de sus representantes, ahora considerablemente potenciada por el crecimiento de la población, era la del abastecimiento de sus habitantes en productos de primera necesidad, pero también de objetos manufacturados.
Aunque los barcos servían de medio apropiado a este propósito, en un ir incesante de un puerto a otro en busca de cereales, cera, frutos o textiles, una parte importante del mismo, proveniente de la provincia, entre otros las reses para carne, se hacía a través de la Puerta de Tierra, cerca de la cual debieron de establecerse varios controles, cuya misión incluía la del cobro de impuestos por el acceso a la ciudad.
Al lado del baluarte de San Roque, junto a la Puerta referida, se había instalado, además, el Matadero, donde se daba muerte a las reses y se las preparaba para el consumo. A principios de la centuria se constata ya su presencia bajo la denominación de Tripería.
En cuanto a las carnicerías de la ciudad, se hallaban situadas en el centro, en uno de los tramos de la actual calle Cánovas del Castillo. En 1763 se traslada de aquí una de ellas, la Carnicería Real, instalada en el XVII junto al Arco de los Blancos, a la Isla de León, y, como consecuencia de ello, se remodela en los setenta aquel espacio, acogiendo en su interior una pequeña plaza y varias casas, así como diferentes locales fijos (= tablas) para abastecimiento de productos básicos (verduras, carnes, comestibles, tocinos, etc.), en sustitución de los antiguos, de carácter itinerante, en lo que será un embrión de la plaza de abastos, no construida, fuera de ese lugar hasta el siglo XIX.
Por lo que respecta a la Alhóndiga, edificio de propiedad municipal donde se almacenaba y comercializaba el grano, debió ampliar sus instalaciones en 1694, ocupando el espacio que en la actualidad tiene el Palacio de Congresos y Exposiciones. El edificio, hoy desaparecido, era amplio, con una fachada porticada, sin más decoración que unas columnas marmóreas, bastante gruesas, que la servían de soporte. A dicho edificio se trasladará desde el centro de la ciudad (calle de Rosario) la fábrica de tabacos, creada tan sólo seis años antes, en 1747, cuando ese producto americano convertido en estanco real estaba en pleno apogeo y la función de la Alhóndiga perdía vigor. Con el tiempo, el tabaco se convierte en una de las industrias fundamentales de la ciudad, de propiedad estatal.
Pero volviendo al abastecimiento, no debemos olvidar el agua, producto esencial, cuyo suministro se complicaba por la falta de espacio exento y las dimensiones crecientes de la población. El Setecientos había heredado de la anterior centuria el problema, que, sin embargo, tampoco él fue capaz de resolver, a pesar de que no faltaron los proyectos, en su mayor parte tardíos, como el de los años ochenta y noventa, de parte del Gobernador O’Reilly, que pretendía la recuperación del acueducto romano del Tempul. O el proyecto de uso de los almacenes de la muralla como aljibes para suministro público, a cargo del marqués de Gracia-Alegre. La ciudad, por tanto, debió seguir abasteciéndose de agua a través de los propios aljibes de las casas, de los suministros traídos desde El Puerto y Puerto Real y de los manantiales y aguadas repartidos intra (recordemos los del Campo de la Jara) y extramuros de la urbe (Molina, 1993: 146-151, 155-177).
Junto al suministro de productos esenciales para la vida, las autoridades hubieron de ocuparse también de las necesidades derivadas de lo que hoy llamaríamos el problema social.
En efecto, la ciudad opulenta dejaba en sus márgenes bolsas de miseria y de pobreza. En la medida que se había convertido en lugar de paso para numerosas personas, no pocos de ellos en tránsito hacia América, y, sobre todo, en vivienda de buscavidas y mendigos que trataban de participar de las migajas que se desprendían de la mesa de los acomodados, la urbe necesitaba cada vez más de instituciones destinadas a atender las necesidades de los marginados. Tal es el origen de algunas aparecidas en este siglo XVIII. La iniciativa que, como era habitual en el Antiguo Régimen, correspondía normalmente a los particulares y a la Iglesia, se verá ahora reforzada con la participación de las autoridades seculares de la ciudad.
Desde el siglo XVII existían en Cádiz dos hospitales principales: el más antiguo, el de la Misericordia, perteneciente a la orden de los Hermanos de San Juan de Dios, situado en la plaza del mismo nombre, junto a las Casas Consistoriales de la ciudad, y el tantas veces citado Hospital Real.
En 1749 se terminaba, no lejos del convento de San Diego, un tercero: el Hospital de El Carmen, vulgarmente conocido como Hospitalito de Mujeres, para atención de las personas enfermas pertenecientes a este sexo, bajo el cuidado de las Carmelitas. El edificio, de un barroquismo espléndido, fue dotado de una capilla del mismo estilo, sufragada por comerciantes de origen irlandés –los Carew–, cuyos restos yacen bajo el pavimento de la misma.
Pero, sin duda, la obra más singular en este tipo de uso es la Casa de Viudas y Huérfanos, situada en la plaza que da acceso al Hospital Real, de 1756. Se trata de una iniciativa de Juan Clat Flagela, comerciante acaudalado nacido en Damasco, sin hijos, que, además de construir la casa de las Cuatro Torres en 1736 y 1745, realiza a su costa esta vivienda-fundación para acogida de mujeres viudas, de cuyo cuidado encarga a los franciscanos, y a la que dota de capilla barroca y de una tienda despachada por montañeses (Pascua, 1991).
Pero, como más arriba expresábamos, la atención social a los habitantes se reforzaría con la incorporación de las autoridades civiles al equipamiento de la ciudad. A ellas se debe la creación de un hospicio, el llamado de la Santa Caridad, frente a la Caleta, obra del famoso arquitecto Torcuato Cayón, cuyas obras concluirán en 1763. Se acogería en él a los “verdaderos necesitados”, es decir, los ancianos, huérfanos, pobres, inválidos y locos (Morgado, 1991). La construcción resultante es un edificio sobrio y academicista, con algún pequeño toque barroco, de gran porte. En su interior se daría acogida y formación, a la manera ilustrada, en un determinado oficio (establecimiento de telares), a los residentes.
Pero también, en una ciudad como Cádiz, donde las relaciones aleatorias y al margen de los controles sociales al uso eran moneda corriente, el número de nacimientos ilegítimos, fuera del matrimonio, eran más numerosos que en la mayor parte de las ciudades peninsulares (Pérez Serrano, 1992: 265). Así, los niños depositados en la casa cuna, algunos procedentes también de la provincia, eran numerosos. Por ello, a través de algunos benefactores, la ciudad se había dotado, como vimos, de una casa para recogerlos, cuya existencia está constatada, al menos, para comienzos de los años veinte del siglo XVII, aunque su sede variara con el paso del tiempo: plaza de Cetín, calle de la Carne y, desde 1689, un local estable en Rosario Cepeda –antigua calle Cuna–, donde se mantenía con rentas procedentes de la explotación de varias casas y las generosas donaciones de los particulares a su muerte (Pérez Serrano, 1991: 87 s.).
En otro orden de cosas, la ciudad cosmopolita, lugar de tránsito de numerosas personas incontroladas y con una burguesía adinerada, ofreció no escasas oportunidades para la comisión de delitos. Al objeto de retener un número creciente de delincuentes, la cárcel municipal, junto al ayuntamiento, se había quedado pequeña. En sustitución de la misma, antes de que la centuria acabe (1794), se encargará la construcción de una nueva al arquitecto municipal Torcuato Benjumeda, si bien las obras, con algunas modificaciones sobre el proyecto inicial, no se concluyen hasta 1836, de la mano del arquitecto Daura.
Obra también tardía, simultánea casi de la anterior, que afecta en esta ocasión a la sede misma de la representación de la ciudad y del poder municipal, es el ayuntamiento o casas consistoriales, que experimentaron diferentes modificaciones en su fisonomía a lo largo de la Edad Moderna, como puede fácilmente apreciarse al comparar entre sí el dibujo de 1567 y los grabados del siglo XIX. Tal y como hoy se nos aparece es, en esencia, producto de las decisivas modificaciones introducidas en 1699 y, sobre todo, a partir de 1799 por Torcuato Benjumeda, particularmente en la época isabelina. Serán las segundas en particular quienes den al edificio el predominio arquitectónico neoclásico que hoy le caracteriza.
Pero el equipamiento de la ciudad afecta también a las necesidades espirituales de sus habitantes. Éstas, unidas a la riqueza de los mismos, se expresan a través de la remodelación de la mayoría de los templos procedentes de los dos siglos anteriores, así como de la edificación de nuevas iglesias, pocas, que podían aprovechar el escaso suelo que aún restaba a la urbe sin construir.
La obra más importante, ya tratada, es, sin lugar a dudas, la catedral nueva, iniciada en 1722, pero que tardará mucho tiempo en darse por concluida (sin que nunca lo fuese del todo).
La prolongada duración de la obra hará que intervengan en su construcción varios estilos y varios arquitectos (Acero, Gaspar Cayón, Torcuato Cayón, Daura, Prat y Machuca, según la época).
Un segundo templo, no tan ambicioso como el anterior, es la iglesia de San Lorenzo, concluida en 1723, para el cuidado de las almas de uno de los barrios más poblados y populares de la ciudad, cuya importancia demográfica ya vimos. Algo parecido sucederá con la Divina Pastora, pequeña iglesia creada en 1733, en otra zona de similares características, próxima a la anterior, puesta bajo dicha advocación, que los franciscanos probablemente intentaron extender en Cádiz. Una década más tarde, en la zona de nueva urbanización y de mayor renta económica, se erige en estilo barroco la iglesia-convento carmelita de El Carmen, cuyas obras se realizaron entre 1743 y 1762.
A su vez, el capital poseído por José Sáenz de Santamaría, marqués de Valdeíñigo, y, más tarde, por su hijo heredero, el sacerdote Padre Santamaría, sirve para impulsar la construcción de la última de las grandes obras eclesiales del XVIII, además de la catedral, cuyos trabajos continuaban por entonces. Nos referimos a la importante iglesia-oratorio barroca, llamada la Santa Cueva, cuyas obras se extienden entre 1781 y 1796, siendo sus artífices los dos arquitectos oficiales más famosos del Cádiz dieciochesco, Torcuato Cayón, arquitecto mayor de la ciudad, y Torcuato Benjumeda. El interior se decora con lunetos de Francisco de Goya, González Velázquez y José Camarón. Esta construcción obliga a la remodelación simultánea de la iglesia del Rosario aneja.
El ciclo de la vida terrenal termina con la muerte. Los enterramientos crecientes también exigen a las autoridades a tomar cartas en el asunto. El cementerio situado extramuros, frente a la iglesia de San José, entre los dos caminos del Arrecife, el viejo y el nuevo, en activo a partir de 1800, no es tan sólo un producto obligado del incremento demográfico de la ciudad, sino de la normativa estatal publicada en 1787, que obligaba, por medidas higiénicas, a realizar los enterramientos fuera de las iglesias y conventos como se tenía por costumbre (Pascua, 1994). El precedente más directo en Cádiz había sido el viejo cementerio del Hospital Real, que otrora sirviera, entre otros, para dar sepultura a los afectados por la epidemia de 1648. El nuevo nacía no sin cierta controversia, y al poco era utilizado para depositar los cuerpos de los fallecidos en las epidemias de principios de siglo XIX que afectaron a la ciudad.
El edificio ocuparía un amplio espacio de terreno, pues el lugar no estaba limitado como el de intramuros por la extensión del suelo urbanizado. Además, en él se haría presente el clasicismo triunfante, tanto en las fachadas como en la capilla, así como en la organización racionalista de los espacios.
Por lo que se refiere a las necesarias zonas de ocio y recreo, Cádiz nunca fue a este respecto una ciudad privilegiada. Además de las casas particulares, escenario de encuentros más o menos festivos y tertulias, era preciso contar con espacio público. El que quedaba extramuros de la urbe resultaba incómodo, tanto para la estancia como el paseo, debido a la fuerza con que era combatido por los vientos y a la arena que estos removían, sin que la protección dispensada por los edificios y murallas, aquí prácticamente inexistentes, pudiera paliar sus molestos efectos.
Aparte de las plazas de la catedral y del Hospital Real, por lo que se refiere al espacio intramuros, en general de calles estrechas y caserío abigarrado, apenas quedaba lugar en la ciudad para el esparcimiento y recreo de los habitantes. Tan sólo algunas plazas, en menor número que en la actualidad, se utilizaban par usos festivos (caso de San Juan de Dios o Corredera y, más tarde, en el XVII, San Antonio), particularmente para festejos taurinos, en los que Cádiz poseía una fuente importante de recursos para obras a favor del común y de determinadas instituciones (p.ej., el Hospital de San Juan de Dios).
Tampoco daban mucho de sí los espacios sin urbanizar situados al oeste de la urbe, en proceso de reducción la mayoría y sometidos en buena medida a servidumbre militar. Quedaba, eso sí, el paseo que iba desde la Caleta hasta la ermita de San Sebastián, cuando las aguas lo permitían; pero este uso se restringió notablemente a raíz de la fortificación en el XVIII de una de los islotes que servía de acceso a la misma. Cierta compensación se obtuvo gracias al uso dado a los espacios situados sobre la muralla y en la zona portuaria, que, a trechos, servían como lugar de paseo.
Lo que hoy conocemos como Alameda del Marqués de Comillas, establecida entre el barrio de San Carlos y la iglesia del Carmen, constituyó durante largo tiempo un espacio exento.
Con la costumbre dieciochesca de domesticar la naturaleza e introducirla en la ciudad por medio de los jardines y los paseos arbolados, las autoridades gaditanas se preocuparán, dentro de las limitadas posibilidades de espacio existentes, por crear intramuros una zona de expansión ajardinada.
Este deseo está en la base de la creación de la Alameda, un espacio recreativo a pesar de su perfil casi siempre inacabado, sometido como estaba a los vaivenes de los cambios urbanísticos realizados, el deterioro por el uso que se le daba y el acucio económico del municipio. De esta forma, dicha obra se verá afectada por continuas reformas, aunque algunas no pasaran de proyecto, desde que comenzaran a darse los primeros pasos allá por los años treinta, con plantación de álamos y creación de un sistema de riego ad hoc, hasta las mejoras introducidas por el Gobernador a fines de los cuarenta, al equiparla de bancos, miradores y escaleras. La configuración actual, aunque incoada en esta época, se debe en gran medida a las obras acometidas en los ochenta (entre otras, la ampliación del espacio a disposición de la Alameda), con extensas áreas peatonales y para circulación de coches, cuando se perfile el barrio de San Carlos y quede ordenado urbanísticamente el conjunto de la zona. En el siglo XIX adquirirá un aire, en parte distinto, al incorporar elementos propios de la moda romántica.
Otros espacios de carácter menos campestre y diferente finalidad, dedicados a la cultura, aunque también al entretenimiento, son el teatro y la ópera. Desde el siglo XVI, en correspondencia con lo que era propio de la época, Cádiz poseyó un corral de comedias, que, a principios de la primera década del XVII, estaba instalado, junto a la actual plaza del Palillero, en el nº 24 de la calle Novena. Sus representaciones, además de entretenimiento, suministraban fondos para financiar diversas actividades de asistencia social. Mas este recinto, por tradición, se hallaba vinculado mayoritariamente a la comunidad de origen hispano. Así, otras ¨naciones” obtendrían con el tiempo lugares especializados en espectáculos, adecuados a sus gustos y tradiciones. En el siglo XVIII, el de mayor preponderancia de estas comunidades extranjeras, surgiría en Cádiz un coliseo mixto, para música y teatro, al gusto francés, cuyo edificio se situó detrás del cuartel de la Bomba, próximo a la plaza del Mentidero; así como una ópera italiana, cuyo emplazamiento desconocemos.
La diversión en el ámbito más popular se canalizó a través de las fiestas de los toros, que, al mismo tiempo, como ya vimos, suministraban aportaciones importantes de dinero que financiaban obras en la ciudad (murallas, instituciones benéficas, iglesias, obras públicas en general, etc.). Las corridas y otras manifestaciones taurinas se desarrollaron tradicionalmente en la plaza de la Corredera o de San Juan de Dios, frente al ayuntamiento, como solía hacerse en la mayor parte de los pueblos y ciudades españolas; más tarde (último tercio del siglo XVII), se trasladarían al Campo de la Jara, la plaza de San Antonio, que vendrá a cumplir esa misma función hasta la primera década del XVIII.
Una plaza de toros como tal no existirá antes de 1717. En esta fecha temprana, Cádiz tendría su coso, situado sobre la plaza de Santa Elena, muy próximo, por tanto, a la Puerta de Tierra. Debió de estar en uso hasta 1755. Unos pocos años después comenzó la construcción del nuevo, de mayor tamaño, hoy desaparecido. Apenas ha llegado hasta nosotros alguna muestra de su fisonomía, y no sabemos a ciencia cierta los materiales utilizados. Se emplazó, próximo a la ciudad romana, frente a la iglesia-convento de Santa María, en lo que hoy son terrenos del colegio “Campo del Sur” (antiguo colegio del Generalísimo). La plaza tenía al exterior forma poligonal. En el plano de Juan Caballero de 1772 aparece ya construida; aunque no así en el de Antonio Gaver de 1764, por lo que, salvo omisión o fecha incorrecta de este cartógrafo, su realización se llevaría a efecto entre ambos años, y no en 1761 como se ha sugerido. A ella siguió, en 1792, la construcción de una tercera plaza, en el mismo lugar que ocupara la anterior, destruida por razones de seguridad en 1805. Algunos piensan que dichos cosos pudieron construirse en madera.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, los trabajos de fortificación prácticamente se detienen, dedicándose los esfuerzos a la reparación y acondicionamiento de los ya existentes. La última defensa se incorporará, fuera del marco cronológico de la centuria, durante la primera década del XIX, con motivo del cerco francés a la ciudad. Se sitúa sobre una fortificación anterior (“Garita o Reducto de los dos mares”; más tarde “Fuerte de los Castillejos”), estando formada por 3 baluartes de gran tamaño, cerrando la vía entre San Fernando y Cádiz, 2 menos de los previstos en el proyecto inicial. Se la conocerá como Fuerte de la Cortadura.
Al margen del factor defensivo, aunque sin duda vinculado a él, en el siglo XVIII, finalmente, se consolidará el espacio militar de la ciudad. A principios de la centuria existía un Cuartel de Marina junto al baluarte de San Felipe (llamado también Arsenal), que desaparecería a finales de los 50′, construyéndose años más tarde en su lugar la llamada “Casa de las Cinco Torres”, nombre convertido luego en título nobiliario, en su categoría de conde, que se le conferirá por el rey, junto al de vizconde de la Isleta, a su propietario, Sebastián Sánchez Franco, en 1773. El Cuartel de Marina se trasladaría luego a San Fernando, donde ya existía a la sazón el arsenal militar de la Carraca, al fondo de la bahía. La zona militar, pues, quedaba desplazada hacia el NO, donde, como hemos visto, existían almacenes de pólvora y algún cuartel efímero. La conversión del Hospital Real en Hospital de Marina y la erección junto a él del Real Colegio de Cirugía de la Armada en 1748, fue al respecto un paso importante en dicha transformación. La especificidad del lugar se completa varias décadas más tarde con la creación de la Escuela de Ingenieros Militares y 2 cuarteles de grandes dimensiones: el llamado de La Bomba y, en 1787, el cuartel de artillería, actual Facultad de Filosofía y Letras.

1794 – CADIZ
A pesar de la presión demográfica desigual, pero incesante a lo largo del siglo XVIII, las autoridades y habitantes de la ciudad siguen considerando la Puerta de Tierra como el límite de ella. La resistencia a salir fuera de las murallas se explica por las propias condiciones climatológicas de la zona, a merced de todo tipo de vientos, de protección –sólo imaginable cabe sus murallas- y de lejanía con respecto a la zona de actividad económica en torno del puerto y los barrios comerciales intramuros. De ahí que, sucesivamente, los planos del XVIII, hasta entrados los años 80′, no constaten atisbo de barrio alguno ni de vivienda extramuros, que no sean las que se reparten a lo largo del camino nuevo del Arrecife, principal vía de comunicación que une Cádiz por tierra con el resto de la península, sustituto del antiguo que discurría pegado a la playa. Corresponden dichas casas, por lo general salteadas entre huertos, a quienes trabajan en ellos o a quienes poseen alguna pequeña industria (así la fábrica de tripas) o taberna. Todas estas dependencias alternan con elementos de tipo militar: castillo de Puntales, varias baterías –del Romano y de la Primera y Segunda Aguada–, almacenes, etc.
En 1787 surge la iglesia de San José en sustitución de la antigua ermita dedicada a San Roque, derribada en 1758, durante la remodelación de la Puerta de Tierra. Su objetivo no era sino atender el culto y la salud espiritual de la corta población dispersa, si bien creciente, situada extramuros de la ciudad. En torno de dicho templo se erigirá el primer barrio propiamente dicho del mismo nombre fuera de la ciudad, que se desarrollará en el siglo XIX con casas bajas en torno a un patio central con terraza y cierres de hierro, según diferente modelo –este más popular– del aplicado intramuros de la ciudad. Este prototipo sustituirá al anterior, formado por viviendas muy rústicas, edificadas en barro y piedra. Tanto en la construcción civil como eclesiástica interviene la Real Junta de Fortificaciones que ha de evitar, estableciendo distancias y formas de edificación, el que se vulnere las exigencias defensivas de la ciudad. Frente a la iglesia se había construido el cementerio referido apenas unos años después.
La ciudad de Cádiz fue una de las más importantes de la España del siglo XIX, aunque el siglo empezó ciertamente mal, pues de Cádiz salió la flota que había de perderse desastrosamente en Trafalgar.
El comercio colonial fue el gran impulsor de Cádiz durante la Edad Moderna, lo que hizo de la ciudad una de las más pujantes, cosmopolitas y progresistas de España. Este hecho, y su particular ubicación y sistema defensivo, explica que Cádiz fuera el lugar donde se congregaron las Cortes que habían de oponer resistencia al invasor francés -«con las bombas que tiran/ los fanfarrones/ se hacen las gaditanas/ tirabuzones», dicen las coplillas populares- y proclamar la Constitución de 1812.
El carácter liberal de Cádiz permanecerá inalterable a lo largo del XIX, participando frecuentemente en los muchos pronunciamientos que habrán de sucederse, como la Revolución de 1820, la exaltada de 1821, la de 1868 o la rebelión cantonalista de 1873. También Cádiz jugó un papel importante en la difusión del liberalismo, gracias a que allí se fundaron algunas Sociedades Patrióticas.
El siglo XIX es para Cádiz una etapa de expansión comercial e industrial. En 1829 se le concede concesión un puerto franco y en 1861 enlaza con el ferrocarril. Cádiz se configura como un importante centro portuario, puerta de entrada y salida de los productos americanos, así como industrial y financiero. La pujanza económica se refleja, por ejemplo, en la existencia de cinco teatros, sólo por detrás de Madrid y Barcelona.
Este gran desarrollo, sin embargo, se verá progresivamente truncado por las independencias de las colonias americanas y asiáticas, cuyo último capítulo será la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en 1898. En consecuencia, Cádiz entra en una profunda depresión económica que la dejará sumida en un estado de postración durante las décadas siguientes.
La provincia de Cádiz fue el primero de los lugares de España en los que se propuso construir una línea férrea, fue el proyecto de José Díaz Imbrechts, que obtuvo una concesión el 23.9.1829 para la construcción de un ferrocarril de Jerez. EI Portal, punto en el que se construiría en el rio Guadalete un muelle. Un proyecto que fracasaría, pero que se vería continuado en el tiempo ante la creciente necesidad de encontrar una forma más rápida y económica de transportar los productos vinícolas jerezanos para su posterior distribución.
Este temprana iniciativa en la zona de la comarca del Jerez, un espacio de un fuerte desarrollo económico, básico en la economía españ0la decimonónica y que representa una punta de lanza del capitalismo español, no obtendria frutos hasta varios años después. Y en el resto de la provincia, no sería seguido hasta muy avanzado el siglo XIX.
José Díaz Imbrechts fue el primero en conseguir una concesión el 23.9.1829 por medio de una Real Orden, que le autorizaba a construir un ferrocarril que conectaría Jerez con otro núcleo dentro de su término: El Portal, que se encontraba en la rivera del Guadalete, y permitiría el transporte de mercancías a través del curso del río para alcanzar el mar. No obstante, este primer proyecto fracasa en 1830 por la escasez de dinero y el desinterés del gobiemo local, y Díaz Imbrechts traspaso los derechos a su socio Marcelino Calero y Portocarrero.
Calero y Pcrtocarrerc obtuvo una nueva concesión por 25 años el 28.3.1830, en la que se ampliaba la construcción y explotación de la línea, al pretenderse conectar Jerez, El Puerto de Santa María, Rota y Sanlúcar de Barrameda. Para ello, constituyó la Empresa del camino de Hierro de Jerez de la Frontera a El Puerto de Santa María, Rota y Sanlúcar de Barrameda, que fue aprobada en Real Orden del 30.3.1830. En el trayecto se establecía el muelle en la localidad de Rota, que no formaba parte del triángulo del Jerez, y que era la de menor entidad. Asi, Jerez se aseguraba no quedar en desventaja con relación a El Puerto y Sanlúcar, que se veían perjudicados con esta decisión, y poseer un mayor peso en la toma decisiones por su mayor volumen exportador, que temía perder de mantenerse la situación, cómo sucedió en la década de 1840, pasando a El Puerto de Santa Maria el primer puesto como exportador vinícola.
Las presiones de El Puerto de Santa Maria condujeron a unas negociaciones, en las que Calero y Portocarrero aceptó modificar la línea, y se decide que el muelle debería colocarse en el Aculadero, zona situada enfrente de Cadiz, y perteneciente a El Puertode Santa María. Pero, el 4.3.1834 una orden caduca el privilegio, y apareció otrop ersonaje interesado en la ejecución del proyecto, Francisco Fassio, que ya estaba involucrado en los negocios ferroviarios como la línea de Reus a Tarragona (1833).
Cádiz es una gran ciudad constreñida entre sus pequeños límites municipales debido a su situación privilegiada de península (121.965 personas empadronadas 1.1.2015), con una Cádiz extramuros dinámica y una Cádiz intramuros envejecida. Muchas singularidades en tan poco espacio, y con el suelo vacante más escaso de cualquier capital de provincia.
De las 49.274 viviendas que hay en Cádiz, sólo el 3% (1.527 viviendas) es de esta última década. El 7% (3.977) del parque residencial es anterior a 1900 (una ciudad vieja). El boom de los 60′ y 70′ representa el 41% de las viviendas actuales. En el último boom de los años 2000-2009 han construido 13.657 viviendas, de las cuales el 52% son de 121-180 m2. Un 9,22% de las viviendas son unifamiliares (5.317 viviendas)
Permite analizar patrones que han ido cambiando con el tiempo. La vivienda pequeña se ha producido excepto en la última década siendo insuficientes para la demanda prevista. Sorprende la excesiva y creciente cantidad puesta últimamente en el mercado de viviendas grandes superando la demanda latente prevista con creces. Hay mucha necesidad de vivienda menor de 90 m2, estimada en el 75% de la demanda.
Un ventaja ha sido la aprobación parcial reciente del PGOU (PGOU Cádiz 2011), consciente del diagnóstico el estado del parque les ha hecho avanzadilla en los programas de rehabilitación y supresión de barriadas vulnerables, centrando su atención en programas de acceso a la vivienda a grupos más necesitados (juventud) y mantener y revalorizar el patrimonio arquitectónico. Los mayores déficits se concentran en dotaciones y equipamiento, sin vaciar el casco histórico residencial, a lo que hay que añadir una actividad económica necesaria y una Zona Franca en desuso, todo ello en una municipio de escasas 1.267 ha, de las cuales 667 ha son suelo urbano consolidado y 520 urbanizables. Todo un reto.
La fase final final comenzó desde el 17.5.2016 con la aprobación III del PGOU por parte del Pleno, y el 16.6.2016 fue el Consejo Andaluz de Ordenación del Territorio y Urbanismo de la Juanta de Andalucía, y 4 meses más tarde llegó el último gran informe, Costas, para, si no hay sorpresas, en la Comisión Territorial de Ordenación del Territorio y Urbanismo de noviembre de 2016 obtener el sello definitivo.
Cada mercado es local.
Cada municipio tiene su singularidad.
Cada municipio se retrata en su parque residencial.
…seguiremos analizando en próximas entregas los 250 municipios mayores de España.